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Derecho natural, Economía natural, Filosofía cristiana, Ley natural, Objetivismo, Positivismo, Subjetivismo
En 1776, publicación de la mítica obra de Adam Smith sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, se suele situar el inicio de la ciencia económica como disciplina autónoma. Otros autores se remontan a Richard Cantillon y algunos otros esperan a Marshall para comenzar a distinguir los rasgos docentes de la Economía. Lo que no cabe duda es que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII especialmente, la influencia social de las aportaciones de los estudiosos de esta rama del saber se fue extendiendo e intensificando de forma exponencial.
Los inicios de ese big-bang económico y empresarial se produce en un clima intelectual que, especialmente en los ambientes del derecho y de la filosofía moral, de donde surge el pensamiento económico moderno, se puede catalogar de iusnaturalismo racionalista. Para la filosofía racionalista hay una norma suprema de Derecho, pero esta norma no depende de principios naturales inamovibles, sino de la oportuna y progresiva apreciación y determinación de la razón humana y la correspondiente aceptación por la voluntad también humana. Toda una serie de corrientes de pensamiento convergen en considerar esa razón y voluntad humanas como las únicas fuentes del Derecho. Cabe citar, entre esta amalgama de movimientos filosóficos modernos, tanto el contractualismo social de los ilustrados franceses y de Hobbes, como el historicismo jurídico, el positivismo, el relativismo kantiano o el absolutismo de Hegel.
Ese clima intelectual, cuyos orígenes podemos situar en el racionalismo jurídico del holandés Hugo Grocio, rompe con una tradición secular en la que las fuentes de la moralidad y del bien hacer se encuentran primero en el Derecho natural y en segundo lugar en el Derecho positivo —pero siempre supeditado éste al natural—. De hecho, ya los romanos habían reconocido la existencia de unas normas jurídicas observadas por todos los pueblos a las que designaron como ius gentium. Esas normas están por encima de las determinaciones de la razón y todo el mundo ha de aceptarlas. La filosofía cristiana desarrolló ampliamente el concepto filosófico de Derecho natural y mostró sus raíces cristianas formulando sus más altas exigencias de acuerdo con la plena dignidad de la persona humana.
No cabe duda que, en estos dos siglos de pensamiento económico, todas esas tendencias racionalistas y positivistas —que Hayek catalogaba de racionalismo constructivista— han preponderado sobre la aceptación de la existencia de una cierta Economía natural que estuviera por encima de los vericuetos de la razón de unos y otros. Al desconocerse la vigencia del Derecho natural —y de la Economía natural, podemos añadir— por encima del Estado y del individuo, se ha trasladado al campo económico la pugna entre ese Estado que trata de ampliar su esfera de acción y esos individuos que pretenden conservar la de su autonomía. Cuando se ignoran esos criterios objetivos de demarcación de responsabilidades, aparece la oposición abierta entre el ordenamiento jurídico positivo, del que se vale el Estado para sus intereses, y los derechos subjetivos de los individuos.
Además, bajo la idea del positivismo, que sólo considera como existente el Derecho que ha sido formado por los hombres, se niega a los derechos subjetivos toda existencia propia e independiente del ordenamiento jurídico vigente. De la misma forma que conviene recuperar la afirmación de la existencia, frente al Derecho creado por las Leyes del Estado, de unos derechos subjetivos de la persona que son reconocidos por el Derecho Natural, también cabe pensar en unos principios generales de Economía Natural que estarían por encima de las concretas decisiones macroeconómicas y microeconómicas.
Paseando nuestra mirada por los arroyos culturales de los últimos veinticinco siglos, tenemos que reconocer que nuestra economía occidental, como casi todas las grandes obras europeas, asienta sus raíces en la fecundidad del pensamiento griego y en la fortaleza y despliegue práctico del Derecho romano. Mientras en Grecia los filósofos buscaron solución a problemas especulativos, los romanos se plantearon problemas prácticos y concretos como la organización del ejército, la administración de las provincias, la construcción de caminos, etc. Para todo ello se necesitaba un cierto conocimiento del hoy llamado management. Mientras la mejor ciencia griega es la filosofía —y con ella la ética y la política—, la mejor de Roma es la jurisprudencia. Parece lógico, por todo ello, que una de las contribuciones más importantes de Roma, en concreto de Cicerón, a la historia del pensamiento, sea su formulación del Derecho natural. Cicerón toma de los estoicos la idea de la existencia de una Razón divina como explicación última del orden que encontramos en la Naturaleza. De esa Razón participan todos los hombres y por ello son capaces de encontrar dicho orden y descubrir que este orden comprende también la conducta humana. Dicha Razón, en cuanto manda que nuestra conducta se ajuste al orden natural, convierte a éste en una ley, es el Derecho natural.
Conviene insistir, junto con la imposibilidad de alcanzarla en plenitud, en la existencia de una Economía natural, perfecta, ideal pero a la vez real. Es aplicable en este punto el rico y profundo mito platónico de la caverna. Los hombres, inmovilizados mirando sólo hacia el fondo de la cueva, únicamente pueden ver las sombras de todo lo que se pasea por el exterior y que se refleja en el interior. De esa forma terminan por creer que las sombras son la verdadera realidad mientras que las voces que oyen pertenecen a dichos simulacros de autenticidad.
Es cierto que lo subjetivo individual sólo son sombras de esa realidad plena y luminosa; pero también hay que afirmar que ésta existe aunque no la podamos conocer en plenitud. La ciencia no puede quedarse en el escepticismo de la opinión, ni tampoco elevar a la categoría de objetivo lo que sólo es subjetivo. La tarea científica consiste, una vez afirmada la existencia de esa luz, en iluminar esas sombras para asemejarlas cada vez más a las realidades que las generan.
Cuando el pensamiento económico y empresarial crea modelos directivos para la investigación, está siguiendo, con más o menos cercanía, estas huellas platonianas. El modelo es la ciudad ideal, utópica, que el economista, el empresario o el político llevan en su interior y que es la raíz última de los principios de valor que dirigen toda su actuación. Esa ciudad interior subjetiva hay que transformarla mediante la reflexión, la experiencia y la contemplación científica para adecuarla a la ciudad objetiva natural.
La aplicación del mito de la caverna a la relación entre lo subjetivo y lo objetivo en economía conviene complementarlo con la explicación aristotélica al objeto de no caer en la dualidad extrema entre el mundo de las ideas y el mundo de las realidades. Conviene matizarlo también para acercarnos más al importante componente empírico de la Economía. La visión realista de Aristóteles no podía admitir que el mundo de nuestra experiencia no fuera real y que la realidad estuviera en un mundo de las ideas separado de este mundo en que vivimos. El ser real está aquí, nuestra experiencia no trata con sombras de realidad. Son más bien nuestros ojos los que adolecen muchas veces de profundidad en la percepción y captan en su subjetividad una realidad nublada. La tarea investigadora consiste en eliminar esas neblinas propias y sintonizar con la riqueza multivariante de lo objetivo. No crearlo, sino descubrirlo.
El relativismo y positivismo, subyacente bajo la identificación de lo verdadero con la opinión de la mayoría, hacen más necesario el reconocimiento de la existencia de esa Economía natural. El triunfo de las democracias y la importancia cada vez mayor en la opinión pública de las cuestiones económicas a la hora de valorar la gestión y valía de los gobernantes, acelera la politización de la economía e incita la aparición de una legión de sofistas económicos que no enseñan la auténtica ciencia, sino solamente las técnicas de agradar al pueblo manipulando sus sentimientos, como quien aprendiera el arte de manejar una bestia manipulando sus instintos. Una consecuencia negativa más de esta tendencia consiste en la retirada de la vida pública y de la política de los auténticos cultivadores de la ciencia económica. Los que con más tesón y profundidad reflexionan sobre los grandes principios son arrasados por la baraunta de la nueva sofística centrada en la coyuntura económica electoralista del «todo vale» si, al final, logro mis intereses. El esfuerzo continuo y escondido por descubrir chispazos de esas líneas maestras de la actividad económica queda aparentemente sofocado por consideraciones que eliminan todo resquicio ético.
Tras este último periodo histórico de intensa actividad de acción y reflexión en el campo económico no es difícil extraer algunos principios generalmente reconocidos. La presencia del afán adquisitivo y de la búsqueda de más comodidades entre los hombres se orientó en el pasado hacia las guerras y las conquistas con razonamientos simplistas de suma cero. Lo que un bando ganaba lo perdía el otro. La moderada economía ha descubierto la capacidad de armonía del mercado y la consecución auténtica de ese afán de prosperidad sin recurrir a la guerra, sino a través de las sinergias generadas por los intercambios voluntarios en el marco de una compleja especialización y división del trabajo que se potencia en un ambiente de respeto a la libertad personal y a la propiedad privada. Esas sinergias potencian los fenómenos económicos de suma positiva en los que todos los participantes salen ganando con respecto a la situación anterior.
La libertad personal, como característica esencial del ser humano, hace posible la propiedad, el intercambio voluntario, la especialización y, como consecuencia de todo ello, la conveniencia de la capacidad de servicio a los patrimonios ajenos, tanto físicos como humanos. La propiedad sobre un conjunto variado de bienes sobre el que se ejerce un derecho de libre y exclusiva disposición fundamenta la unidad de esos patrimonios físicos y humanos favoreciendo la complementariedad vertical y horizontal de los distintos bienes entre sí y respecto a las finalidades humanas. La existencia, reconocimiento y protección jurídica de la propiedad privada hacen posible los intercambios libres entre patrimonios que se constituyen en mecanismos decisivos de incremento de los valores de uso de todos los agentes económicos que intervienen en esas transacciones. A su vez, la división del trabajo y la especialización se hacen posibles por la existencia del intercambio. La especialización facilita las innovaciones tecnológicas y económicas contribuyendo a la vez también a mejorar el capital humano, siempre y cuando esa división del trabajo sea contrapesada por una tendencia añadida hacia la unidad compenetrada.
Por último, en una economía moderna, con alta especialización en todos los campos y elevado grado de intercambios comerciales nacionales e internacionales, la adaptación a las finalidades subjetivas de los clientes potenciales da lugar, en consecuencia, a la más fácil consecución de las propias. Si en mi actuación económica prima la búsqueda egoísta de mis propias preferencias, se devalúa mi patrimonio. Podemos decir entonces que la mano invisible consiste en descubrir que mi interés resulta favorecido como efecto de la búsqueda del interés ajeno.
Conviene indicar por último que para revalorizar el concepto de Economía natural hay que tratar de eliminar lo que la práctica de los autores y la percepción más común identifican con una visión monolítica de doctrina completa que subyace en la idea de Derecho natural y que bien podemos catalogar de absolutamente falsa. La teoría económica no es la teoría de un determinado tipo acabado de sociedad. Se hace necesario insistir, como indica Rubio de Urquía, en que «es posible una teoría fecunda analítica de un tipo especial de proceso histórico en la que la operación de una legalidad universal y la libertad humana actúan orgánicamente en la producción de la realidad histórica».
Doctor José Juan Franch Meneu
Ponencia leída en el II Coloquio Interdisciplinar de Ética Económica y Empresarial
Barcelona 22 y 23 de octubre de 1992